Revista
Tiempo Latinoamericano

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Editorial (Abril de 2005)

Retomar los aires nuevos del Concilio

Revista nº78 (Cliquee para ver/descargar)Quienes reconocemos nuestras raíces cristianas y nos sentimos inspirados por el Evangelio de Jesús, hacemos de la memoria activa una de las principales fuentes de motivación y movilización de nuestro compromiso desde la fe con las realidades cotidianas. Más que adhesión a verdades intelectuales, se trata de fidelidad a un modo de vida, sustentado en concepciones, valores y testimonios.

En ese camino hacer memoria es una tarea imprescindible para sustentar el compromiso de hoy. Somos parte de una historia, que no empezó con nosotros y seguirá después de nosotros. Pero no podemos eludir nuestro aporte, como responsabilidad constitutiva de la condición humana.

Desde nuestra identidad cristiana, y aún sabiéndonos parte de un mundo plural, hacemos memoria de acontecimientos eclesiales que marcaron nuevos rumbos en la historia contemporánea.

En el 2005 se cumplen 40 años de la finalización del Concilio Ecuménico Vaticano II, que para el catolicismo significó una profunda renovación, para una presencia cristiana con nuevas características en los ambientes culturales, sociales, religiosos y políticos. Con aquel impulso los episcopados –Medellín (Colombia) en 1968 y San Miguel (Buenos Aires) en 1969– hicieron las relecturas necesarias para nuestras realidades, latinoamericana y argentina.

Para los cristianos de América latina fueron decisivos en el afán de asumir un compromiso coherente con la fidelidad exigida por el evangelio. Muchos de los sucesos eclesiales, sociales y políticos en nuestros países, a partir de la década del 60 fueron impregnados por los nuevos aires que soplaron en todas las latitudes.

Tanto el Concilio Ecuménico Vaticano II como sus relecturas a nuestras realidades provocaron reacciones diferentes. Junto a la positiva adhesión que se suscitó en la vida de las comunidades, particularmente de las más empobrecidas, también existieron los resquemores y la oposición de quienes pensaron que les “cambiaron la religión” o pedían el monopolio de un sustento a sus posiciones privilegiadas. Por eso no estuvieron ausentes los conflictos y las reacciones violentas que acarrearon esa larga lista de mártires, que hoy también sustenta la memoria de nuestras comunidades. Como símbolo de innumerables testimonios: en 1976, Mons. Enrique Angelelli en Argentina y en 1980, Mons. Oscar Arnulfo Romero, en El Salvador, pretendiendo acallar las voces de una iglesia profética, por obra de las dictaduras instauradas en nuestro continente, que sustentadas en la doctrina de la seguridad nacional, venían a salvar la “civilización occidental y cristiana”.

En 1978 se inició el pontificado de Juan Pablo II. Sus primeras encíclicas como “Redemptor hominis” y “Laborem Excercens” reafirmaron concepciones conciliares en torno a los problemas sociales. En las décadas de los 80 y los 90 se produjeron importantes cambios mundiales. El neoliberalismo se había enseñoreado, con sus nefastas secuelas en lo económico, lo social y lo cultural para nuestros pueblos.

El Papa Juan Pablo II, a la vez que bregó incansablemente por la paz mundial, levantó su voz para alertar sobre los peligros de lo que llamó “capitalismo salvaje”. Esta preocupación social convivió con otros pronunciamientos que cerraron el debate a nuevas realidades del mundo contemporáneo, a la vez que se volvía a encorsetar la vivencia cristiana en normas, que si bien no podían borrar todo lo escrito por el Concilio, buscaban limitarlo mediante el disciplinamiento en la estructuración interna de la iglesia católica.

Empeñado en reposicionar al cristianismo en el mundo, como pastor universal, peregrinó por la mayoría de los países del mundo, entrando en contacto con las distintas culturas y religiones e incidiendo también en la situación política de algunos países, con los cambios que se produjeron en ellos.

En esas marchas y contramarchas de la era posconciliar, el prolongado papado de Juan Pablo II jugó sin duda un papel muy importante. La fuerte repercusión que provocó su muerte reciente en los más diversos ámbitos de la realidad mundial revela la enorme significación del pontificado que le tocó ejercer. Y también la preocupación por el futuro.

Desde este “continente de la esperanza”, como definió a nuestra América Latina, que concentra la mitad del catolicismo del mundo a la vez que sufre los efectos más crudos de la dependencia económica y la injusticia social, los cristianos estamos desafiados a retomar los aires nuevos que invadieron en el pentecostés del Concilio, cuando se abrieron las puertas empujándonos a las calles para ser testigos de la resurrección pascual.

El mismo espíritu que animó aquel Concilio, que tan acabada e integralmente asumió nuestro mártir Enrique Angelelli, es el que sigue latiendo y sufriendo con esperanza en medio de las penurias y necesidades de cada día, pero también de las luchas y los esfuerzos de organización y de solidaridad que abundan en las comunidades de nuestros pueblos.

Retomar los aires conciliares es volver a las fuentes que inspiran el compromiso de los cristianos con la lucha permanente por la convivencia fraternal. Responsabilidad ésta de tal magnitud, que supera cualquier contingencia histórica. Y está más allá de los cambios institucionales, aunque estos en ocasiones pueden contribuir de manera significativa si se producen en la fidelidad “con un oído en el evangelio y el otro en el pueblo” (Mons. Angelelli).

A 40 años del Concilio resultará fructífera una reflexión que contagie el entusiasmo necesario en la realidad actual para remover los espíritus adormecidos y despertar a las urgencias de los cambios impostergables para la dignidad de todos.

Equipo Tiempo Latinoamericano